lunes, 18 de febrero de 2013

MARÍA ZAMBRANO, DISCÍPULA Y MAESTRA ANA MORENO SORIANO Decía María Zambrano que no tener maestros es no tener a quién preguntar y, más hondamente, no tener ante quién preguntarse. Ella recordaba con gratitud y cariño a las personas con las que había compartido la aventura del saber: sus padres, que le transmitieron pasión pero también humildad para aprender; sus profesores del Instituto en Segovia; Antonio Machado, el poeta de la palabra en el tiempo; los profesores de la Facultad de Filosofía, el maestro Ortega de quien sería una brillante discípula sin ser una seguidora acrítica; sus compañeros de la Facultad y sus amigos con quienes compartía inquietudes y proyectos –los ideales de la Segunda República, el sueño de la igualdad para las mujeres, las Misiones Pedagógicas… y, ya durante la guerra civil, el Congreso de Intelectuales Antifascistas, su labor como consejera nacional del organismo para la Infancia Evacuada, la Revista Hora de España-; los libros que la acompañaron durante toda su vida: los poetas, los místicos, los filósofos… que fueron aquilatando su pensamiento porque con ellos aprendió las tres dimensiones de la palabra –poética, mística y filosófica- para explicarse el mundo. Parafraseando a Fernando Savater, debemos acercarnos al conocimiento –él habla de la Filosofía- sin temor y sin temblor y, en esa estrategia, hay personas que nos ayudan, haciendo una labor de mediación a lo largo de nuestra vida. En primer lugar, nuestros padres que nos transmiten, con su calor y sus cuidados, la primera percepción de la realidad; después, el maestro o la maestra con quien tendemos siempre una deuda de gratitud porque supo descubrir en nuestra curiosidad infantil el deseo de saber; más tarde, otros profesores, compañeros, amigos que se ganaron el título de maestros porque nos iniciaron en caminos nuevos el día que nos invitaron a acompañarles. Y, por supuesto, los libros, donde encontramos siempre respuesta, alegría y consuelo. Sentir el magisterio de personas que nos quieren y que nos han ayudado a ser lo que somos es una sensación gratificante y un reto para dejar nuestra huella en quienes tenemos la obligación de educar e incluso, de enseñar. Sin embargo, quizás porque presumimos que podemos saber cualquier cosa a un golpe de tecla del ordenador, olvidamos la labor mediadora que durante siglos han ejercido las personas que nos ayudaban a entender el mundo y, más aún, llegamos a considerarlas innecesarias porque, siguiendo las consignas del pensamiento postmoderno, la historia empieza aquí y ahora y también en ese aspecto, hay que hacer un canto al individualismo, al yo por encima de todo. Pero qué tristeza no tener maestros, como dice nuestra filósofa; no tener a quien preguntar, quizás para ocultar nuestra ignorancia y nuestro miedo, cuando el buen maestro no recrimina la ignorancia sino que alienta el deseo de aprender; qué petulancia no reconocerse en quienes han pensado, han dicho y han hecho algo que estamos tratando de descifrar; qué osadía presentar como innovación la experiencia colectiva y qué injusticia olvidar la memoria de quienes pusieron las primeras piedras para sujetar futuros andamiajes. Y, más aun, como dice María Zambrano, ¿ante quién preguntarnos si no tenemos referencias? ¿cómo salir de nuestros laberintos si no buscamos una mano amiga? ¿cómo tratamos de superar nuestras contradicciones si no reconocemos ninguna autoridad moral, ningún discurso, ninguna estrategia…? Porque, efectivamente, el individualismo nos aboca a la competitividad, al aislamiento y, en definitiva, a la soledad y quizás más que nunca haga falta la mediación de los maestros para conjurar esta sociedad deshumanizada que sólo responde a la razón de la oferta y la demanda. María Zambrano nos enseña a conocer el mundo desde la razón, desde lo que ella llama la razón poética que es algo más que la razón vital de su maestro Ortega porque es algo más ancho, que se desliza por el interior del ser como una gota de aceite que apacigua y suaviza… Desde muy joven se acercó al saber filosófico y lo hizo con la humildad y la radicalidad necesarias para llegar a los últimos interrogantes. Sin duda, ella es una gran maestra que no olvidó nunca a sus maestros.

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