Los
retos de Río+20
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique
Brasil acoge en Río de Janeiro, del 20 al 22 de junio,
la Conferencia
de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible, llamada también “Rio+20” porque se celebra dos
décadas después de la primera gran Cumbre de la Tierra de 1992. Asistirán a
ella más de 80 jefes de Estado. Las discusiones se centrarán en torno a dos
temas principales: 1) una “economía verde” en el contexto del desarrollo
sostenible y la erradicación de la pobreza; y 2) el marco institucional para el
desarrollo sostenible. En paralelo al evento oficial, también se celebra la Cumbre de los Pueblos que
congrega a los movimientos sociales y ecologistas del mundo.
Las cuestiones
ambientales y los desafíos del cambio climático siguen constituyendo urgencias
mayores de la agenda internacional (1). Pero esta realidad está siendo
ocultada, en España y en Europa, por la gravedad de la crisis económica y
financiera. Normal.
La eurozona atraviesa
uno de sus momentos más difíciles a causa del fracaso manifiesto de las
políticas de “austeridad a ultranza”. La recesión se ha instalado en varias
economías, con un desempleo en alza y dramáticas tensiones financieras. España,
en particular, vive sus momentos más preocupantes desde 2008; peores que cuando
quebró el banco Lehman Brothers. La economía ha debido someterse a la
auditoría de los inspectores de Bruselas. La prima de riesgo se disparó
entrando en zona de intervención, y se han vuelto a despertar todas las dudas
sobre la solvencia del sistema bancario español, arrastrado por la escandalosa
quiebra de Bankia.
Ante el fracaso del
Banco de España, y las dudas sobre la credibilidad del sistema financiero, se
ha tenido que recurrir a un grupo de firmas “independientes” extranjeras para
analizar la morosidad oculta de los bancos españoles (2). Entre los ciudadanos
se extiende la idea de que España va a necesitar, de manera más o menos
inmediata, el apoyo del Fondo de Rescate Europeo, como ya le ocurrió a Irlanda,
Grecia y Portugal. El 62% de los españoles lo teme.
Cunde pues el
pesimismo. El premio Nobel de economía Paul Krugman echó leña al fuego cuando,
el mes pasado (3), avisó que es “muy posible” que Grecia abandone el euro en el
curso de este mes de junio... Una salida de Atenas de la moneda única europea
tendría como consecuencia inmediata la fuga de capitales hacia los países
vecinos y la retirada en masa de los depósitos bancarios. Fenómenos que se
contagiarían inevitablemente a Portugal e Irlanda y, sin duda, a España e
Italia. Krugman vaticinó por cierto que no descartaba que, después, llegara a
España y a Italia un corralito bancario (4)...
En esas preocupaciones
estamos. Y por eso los ciudadanos europeos siguen con tanta atención la agenda
electoral europea: elecciones legislativas francesas el 10 y el 17 de junio;
nuevas elecciones griegas ese mismo día 17 de junio. Y la cumbre de Bruselas
del 28 y 29 de junio que decidirá por fin si la Unión Europea sigue
la senda alemana de la austeridad hasta la muerte, o si adopta la vía francesa del
crecimiento y del resurgimiento. Dilema vital.
Pero ello, a pesar de
su dramatismo, no debe hacernos olvidar que, a escala del planeta, hay otros
dilemas vitales no menos decisivos. Y el principal de ellos es el desastre
climático del que será cuestión, también este mes, en Río de Janeiro.
Recordemos que, en 2010, el cambio climático fue la causa del 90% de los
desastres naturales que ocasionaron la muerte de unas 300.000 personas, con un
quebranto económico estimado en más de 100.000 millones de euros…
Otra contradicción: en
Europa, los ciudadanos reclaman, con razón, más crecimiento para salir de la
crisis; pero en Río, los ecologistas advertirán que el crecimiento –si no es
sostenible– significa siempre mayor deterioro del medio ambiente y mayor peligro
de agotamiento de los limitados recursos del planeta...
Los líderes mundiales,
junto con miles de representantes de gobiernos, empresas privadas,
organizaciones no gubernamentales, movimientos sociales y otros grupos de la
sociedad civil, se reúnen pues en Río de Janeiro para definir precisamente una
agenda global a fin de garantizar la sostenibilidad ambiental y también reducir
la pobreza y promover la igualdad social. El
debate central estará entre el concepto de “economía verde” que defienden los
portavoces del neoliberalismo, y el de “economía solidaria”, promovida por los
movimientos que creen que sin la superación del modelo actual de “desarrollo
predatorio”, basado en la acumulación privada de riqueza, no habrá preservación
ambiental.
Los
países ricos acuden a Río con esa propuesta principal de la “economía verde”.
Un concepto-trampa que se limita a designar, la mayoría de las veces, un simple
camuflaje verde de la economía pura y dura de siempre. Un “enverdecimiento”, en
suma, del capitalismo especulativo. Esos países desean que la Conferencia Rio+20
les otorgue un mandato de las Naciones Unidas para empezar a definir, a escala
planetaria, una serie de indicadores de medición para evaluar económicamente
las diferentes funciones de la naturaleza, y crear de ese modo las bases para
un mercado mundial de servicios ambientales.
Esa
“economía verde” desea no sólo la mercantilización de la parte material de la
naturaleza sino la mercantilización de los procesos y funciones de la
naturaleza. En otras palabras, la “economía verde”, como afirma el activista
boliviano Pablo Solón, busca no sólo mercantilizar la madera de los bosques
sino mercantilizar también la capacidad de absorción de dióxido de carbono de
esos mismos bosques (5).
El
objetivo central de esa “economía verde” es crear, para la inversión privada,
un mercado del agua, del medio ambiente, de los océanos, de la biodiversidad,
etc. Asignando precio a cada elemento del medio ambiente, con el objetivo de
garantizar las ganancias de los inversores privados. De tal modo que la
“economía verde”, en vez de crear productos reales, organizará un nuevo mercado
inmaterial de bonos e instrumentos financieros que se negociarán a través de
los bancos. El mismo sistema bancario culpable de la crisis financiera del
2008, que recibió miles de millones de euros de los gobiernos, dispondrá así, a
su antojo, de la
Madre Naturaleza para seguir especulando y realizando de
nuevo cuantiosas ganancias.
Frente
a estas posiciones, paralelamente a la Conferencia de la ONU, la sociedad civil organiza en Río la Cumbre de los Pueblos. En
este foro se presentan alternativas en defensa de los “bienes comunes de la
humanidad”. Producidos por la naturaleza o por grupos humanos, a nivel local,
nacional o global, estos bienes deben ser de propiedad colectiva. Entre ellos
están el aire y la atmósfera, el agua, los acuíferos –ríos, océanos y lagos–,
las tierras comunales o ancestrales, las semillas, la biodiversidad, los
parques naturales, el lenguaje, el paisaje, la memoria, el conocimiento, Internet,
los productos distribuidos con licencia libre, la información genética, etc. El
agua dulce empieza a ser vista como el bien común por excelencia, y las luchas
contra su privatización –en varios Estados– han tenido notable éxito.
Otra
idea que preconiza la Cumbre
de los Pueblos es la de una transición gradual entre una civilización
antropocéntrica y una “civilización biocéntrica”, centrada en la vida, lo que
implica el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza y la
redefinición del buen vivir y de la prosperidad de modo que no dependan del
crecimiento económico infinito. También defiende la soberanía alimentaria. Cada
comunidad debe poder controlar los alimentos que produce y consume, acercando
consumidores y productores, defendiendo una agricultura campesina y prohibiendo
la especulación financiera con los alimentos.
En
fin, la Cumbre
de los Pueblos reclama un vasto programa de “consumo responsable” que incluya
una nueva ética del cuidado y del compartir; una preocupación contra la
obsolescencia artificial de los productos; una preferencia por los bienes
producidos por la economía social y solidaria basada en el trabajo y no en el
capital; y un rechazo del consumo de productos realizados a costa del trabajo
esclavo (6).
La Conferencia Rio+20 ofrece así la ocasión a
los movimientos sociales, a escala internacional, de reafirmar su lucha por una
justicia ambiental en oposición al modelo de desarrollo especulativo. Y su
rechazo del intento de “enverdecimiento” del capitalismo. Según esos
movimientos, la “economía verde” no constituye una solución a la crisis ambiental
y alimentaria. Al contrario, se trata de una “falsa solución” que agravará el
problema de la mercantilización de la vida (7). En suma, un nuevo disfraz del
sistema. Y los ciudadanos están cada vez más hartos de los disfraces. Y del
sistema.
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