ANA MORENO SORIANO
Durante más de treinta años, hemos oído que la Constitución Española de mil novecientos setenta y ocho era la Constitución del consenso: lo expresaban los niños de los colegios en sus murales; los ponentes, en sus charlas, y los tertulianos, en sus mesas redondas; se recordaba en los reportajes que emitían los medios de comunicación, en las columnas de opinión, en la jornada de puertas abiertas del Congreso de los Diputados… Explicábamos que el seis de diciembre se conmemoraba la Constitución del consenso, porque había estado precedida de un largo e intenso proceso de debate y éste había dado sus frutos en un articulado que podían defender los distintos partidos que participaron en su elaboración, aunque no fuera la que cada uno de ellos, según su ideología y sus objetivos políticos, hubieran deseado. Repetíamos que se había conseguido un texto legal que hacía posible la convivencia democrática y que permitía distintos programas políticos dentro del marco constitucional.
Las mujeres, sometidas a una discriminación de siglos, y a la más reciente de la dictadura, sabíamos que tenemos garantizada la igualdad –al menos, ante la ley-, en el artículo catorce. Veíamos, en el artículo diez, un enfoque humanista, al declarar que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y los derechos de los demás son fundamento del orden político. Encontrábamos, en el artículo veintinueve, un mandato a los poderes públicos para que los trabajadores puedan acceder a la propiedad de los medios de producción y, en el artículo ciento treinta y uno, la planificación democrática general para atender las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución. La Constitución recoge el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la protección de la salud, a la educación, a prestaciones suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo, a una pensión adecuada y periódicamente actualizada para las personas mayores y a un sistema de servicios sociales para promover el bienestar de los ciudadanos. Y teníamos, en el artículo primero, la definición de España como un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Está claro que todos estos derechos constitucionales podían haber sido la hoja de ruta de los sucesivos gobiernos, en los treinta y cuatro años que va a cumplir la Carta Magna, pero no ha sido así, a pesar de haber gobernado el Partido Socialista en varias legislaturas, las dos últimas, tras las Elecciones Generales de dos mil cuatro y dos mil ocho. Está claro también que la Constitución se puede reformar y, en ese caso, debe hacerse, según se recoge en el Titulo Octavo; pero las reformas pueden servir para avanzar en el estado social o para retroceder. Se podría reformar, por ejemplo, para dar más garantías a los derechos fundamentales de las personas, para introducir mecanismos de progresividad fiscal y lucha contra el fraude, para profundizar el estado federal y poder elegir entre Monarquía hereditaria o República, para acabar con una ley electoral que favorece, con total impunidad, el bipartidismo, y para garantizar un estado laico.
La propuesta del Gobierno eleva la política neoliberal a rango constitucional, y han sido los dos partidos mayoritarios, es decir, el bipartidismo, los artífices de esta reforma, que incluirá la limitación estricta del déficit y la deuda, y la prevalencia absoluta en el pago de la deuda sobre cualquier otro gasto público. El PSOE y el Partido Popular están de acuerdo, no sólo en que se ponga en peligro el Estado Social, sino en que salte hecha añicos la idea del consenso, ya que otros partidos, que estuvieron en la elaboración de la Constitución de mil novecientos setenta y ocho, se han desmarcado de esta reforma. A partir de ahora, será la Constitución de los mercados, consensuada por el bipartidismo, para mayor gloria del capital.
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